Apenas veo series. La inversión de horas que requieren casi nunca me compensa. Por eso, suelo ignorar cualquier recomendación que no cumpla con alguna de las excepciones que permiten saltarme la norma. La principal es que, cuando empiece a verlas, ya hayan terminado. No solo permite un cálculo aproximado de las horas que habrá que pasar delante del televisor, sino que descarta de entrada las recomendaciones del tipo: “la primera temporada es muy buena, la segunda y la tercera bajan, pero la cuarta remonta”.
Explico todo esto para justificar -no sé muy bien ante quién- que he empezado a ver Silicon Valley, la comedia de HBO sobre un grupo de programadores que funda una start-up. Es bastante divertida, con episodios cortos y autoconclusivos (otra buena condición que me permite saltarme la regla). Pero, además, resulta más crítica de lo que esperaba con el universo emprendedor, lo que le añade una capa interesante.
Un buen ejemplo del tono de la serie es su parodia recurrente al supuesto espíritu visionario del sector tecnológico, esa tendencia a buscar un propósito empresarial que siempre tenga que ver con “la construcción de un mundo mejor”. La sátira alcanza su cumbres (de momento) en el tercer episodio, cuando una empresa que desarrolla un sofware para compromir archivos publica un video promocional en TechCrunch. “Si podemos reducir sus archivos de audio y vídeo”, afirma el CEO, “podemos reducir el cáncer, el hambre y el sida”.
Aunque el capítulo tiene más de diez años, la broma encaja a la perfección con el momento en el que estamos respecto a las empresas tecnológicas, una cuestión a la que he ido dando vueltas en los últimos meses, de forma más o menos consciente.
Algo de todo esto se refleja en el artículo que publiqué hace unos días en el Lab del Centre de Cultura Contemporània de Barcelona (CCCB), a partir de un reportaje del New York Times sobre una comunidad indígena de la selva amazónica que ha conseguido acceder a internet gracias a Starlink, el servicio de conexión satelital de Elon Musk. En el texto trato de reflejar el dilema de participar del progreso tecnológico cuando eso implica asumir una posible pérdida de identidad cultural y cómo, lejos de ser una problemática remota, la disyuntiva también nos interpela.
La promesa de internet
Hace unas décadas, el progreso digital no parecía tener coste. Aunque algunas de las visiones de la élite tecnológica hoy nos parecen descabelladas, no siempre fue así. Toda desilusión nace de un entusiasmo y, durante años, creímos -al menos yo lo hice- en la promesa de una tecnología que nos haría más libres, tanto en la esfera pública como en la privada.
En el ámbito colectivo, internet trajo nuevas formas de expresión y activismo. La posibilidad de publicar sin intermediarios y participar en comunidades online consolidaron la idea de que una sociedad con mayor acceso a la información puede ser más diversa y democrática, una asociación que culminó en la primavera árabe, el 15M y Occupy Wall Street.
Hoy, en un mundo post Cambridge Analytica, donde crecen la desinformación y la polarización política, con Elon Musk en la Casa Blanca y los magnates de Silicon Valley alineándose con Trump; la vinculación entre tecnología y democracia es cada vez más difícil de defender. La vuelta de tuerca que se ha dado en los últimos meses es la que se pregunta: ¿alguna vez esta asociación fue real?
Algunas analistas como Becca Lewis han publicado análisis defendiendo que Silicon Valley siempre ha estado influenciado por la derecha, con una cultura que glorifica a empresarios jóvenes y blancos, considerados “hombres hechos a sí mismos”, como símbolo de una supuesta superioridad moral. Según esta investigadora, las grandes empresas tecnológicas llevan décadas resistiéndose a la diversidad interna, oponiéndose a lo que perciben como una imposición de lo políticamente correcto.
En este contexto, que Mark Zuckerberg haya retirado la moderación de contenido en sus plataformas no sería un gesto puntual para congraciarse con Trump, sino un retorno a su convicción profunda de que un internet sin restricciones beneficia a la sociedad, incluso cuando pueda ser perjudicial para algunas partes de ella, como se ha demostrado estos días con la polémica en torno a los chatbots sexuales de Meta. Muchas voces alertan de que esta autosuficiencia y connivencia con el poder está convirtiendo a una élite de empresarios, en su mayoría ingenieros, en tecnócratas que gestionan la sociedad con la misma lógica con la que administran sus empresas, dejando de lado los valores democráticos.
En lo individual, la tecnología se ha vuelto tan ubicua que tratar de diseccionar su influencia en nuestras vidas ya es un ejercicio trivial. Quizá por eso, lo que más resuena conmigo últimamente son los testimonios personales. Es el caso del columnista Kyle Chayka, que un artículo para The New Yorker escribió un testimonio que yo mismo suscribiría. Recuerda cómo en los años 90 internet significó una bocanada de aire fresco para él y sus amigos, que conversaban en chats y escribían en los primeros blogs, invadidos por una sensación de libertad. Con el tiempo, lamenta el escritor, la red se concentró en un puñado de grandes plataformas que potencian el consumo pasivo de contenidos y monetizan cada interacción.
No todo está perdido, claro. Chayka reconoce que todavía existen rincones de internet donde persiste la creatividad, y yo mismo sigo usando la red para expresarme y conectar con otras personas. Eso no impide que me domine la sensación de que, simplemente, el internet de hace décadas se ha perdido, y que los contenidos y conexiones que antes considerábamos parte del propio diseño de la vida online, ahora hay que buscarlos y sostenerlos en un entorno más hostil, en el que la visibilidad y la relevancia están regidas por algoritmos.